«Lo más peligroso es que los poderes están asumiendo los principios de la corrección política»
Darío Villanueva | Exdirector de la RAE

Villanueva habla hoy en Logroño (Ibercaja, 19 horas) sobre corrección política y libertad de expresión en un acto de La Bitácora XXI

«Lo más peligroso es que los poderes están asumiendo los principios de la corrección política»
Pío García (Publicado en La Rioja)
26 de enero de 2022

La vida de Darío Villanueva (Villalba, 1950) está llena de palabras. Filólogo, catedrático emérito de Teoría de la Literatura, exrector de la Universidad de Santiago y exdirector de la Real Academia Española, publicó el año pasado un libro, 'Morderse la lengua' (Espasa), en el que rastrea los orígenes y las consecuencias de dos fenómenos contemporáneos entrelazados: la corrección política y la posverdad. Villanueva participa esta tarde (Ibercaja, 19 horas) en una conferencia organizada por La Bitácora XXI.

– ¿Podemos deslindar lo que es 'corrección política' de lo que simplemente es educación o respeto? ¿Cuándo empieza la 'corrección política' a convertirse en una amenaza?

– Cuando significa una imposición externa conforme a criterios que son de otro. El pudor, la discreción, la cortesía, la prudencia hacen que todos nos mordamos la lengua, pero lo hacemos por decisión propia y en función de las circunstancias que vivimos y de nuestra educación. La corrección política es una imposición externa que inicialmente parte de grupos de la sociedad civil que, investidos de una autoridad que solo ellos se conceden a sí mismos, coaccionan la manera de expresión de otras personas.

– En nuestra época conviven el eufemismo y el insulto brutal. ¿Hasta qué punto eso es novedoso? Ya en Quevedo, que en ocasiones insultaba a sus enemigos de manera descarnada, encontramos quejas muy ácidas contra los eufemismos.

– A mí me gusta mucho citar una frase del 'Kohelet' hebreo que recogía la Biblia de Ferrara: «Y no nada nuevo debajo del sol». Siempre ha habido insultos y eufemismos. Lo novedoso del caso es el fenómeno de la «corrección política», que surge en el mundo universitario norteamericano en los años 60 y 70, con aportaciones teóricas asombrosas como la de Marcuse y su idea de la «tolerancia represiva». La censura posmoderna consiste en tratar de imponer formas de hablar y de comportarse, diciendo lo que es bueno y lo que es malo. Esa censura no procede, como era habitual, de un poder constituido (la Iglesia, el Estado, el partido), sino de la sociedad civil, y en concreto del mundo universitario, aunque pronto irradiará al conjunto de la sociedad. Ahora nos encontramos en una fase muy peligrosa: los principios de esa 'corrección política' se están asumiendo por los poderes clásicos. Y eso ya nos sitúa ante la censura de siempre.

POSVERDAD
«Reagan fue un gran fabulador, como Bush y Trump. Les diferencian los medios»

– ¿Por ejemplo?

– En el libro menciono el caso de un plan estratégico para la imposición del lenguaje inclusivo en el sistema educativo andaluz, en donde expresamente se dice que los inspectores de Educación vigilarán el cumplimiento de esa norma. De este modo, los profesores de Lengua no deben enseñar su materia de acuerdo con la gramática española, sino con lo que manda la autoridad política de su comunidad autónoma.

– Usted señala que muchas autoridades han intentado intervenir en la lengua, pero rara vez con éxito. ¿Cree que en esta ocasión el lenguaje inclusivo logrará calar en la sociedad?

– Creo que no. Ya está habiendo reacciones. Una lingüista catalana (Carme Junyent) acaba de publicar un libro en el que ella –mujer, feminista y lingüista– se rebela contra esta imposición. Sí que se intensificarán fórmulas como la de «señoras y señores», que ya existían en el uso de nuestra lengua.

– Usted critica la expresión, tan frecuente, de que «lo que no se nombra no existe». ¿Hasta qué punto esta utopía de cambiar la sociedad cambiando primero la lengua es fruto del desconocimiento de cómo funcionan las lenguas?

– Es un error morrocotudo. Se ha convertido en una especie de mantra que, en realidad, es una estupidez. Las cosas existen y luego se nombran. Detrás de esto hay quizás un mito de profundo arraigo teogónico, algo que encontramos en los textos sagrados judeocristianos, mayas o babilónicos. El mundo se va creando a medida que el dios o los dioses nombran las cosas. Pero es pura mitología. La palabra viene después de la realidad. Y la prueba es que la relación entre la palabra y la cosa es completamente aleatoria. El signo lingüístico no es motivado. Nosotros llamamos «mesa» a la mesa, pero en Francia la llaman «table».Y perfectamente podríamos haberle llamado «caballo».

– En las universidades americanas existen «espacios seguros» para que los estudiantes no se vean incomodados en sus convicciones. ¿Teme que esa fiebre llegue a España?

– No, en absoluto. Y tampoco a Francia. En Europa estamos resistiendo bien esta forma de neopuritanismo anglosajón que supondría la muerte de la Universidad. Nosotros seguimos fieles a la tradición del siglo de la luces y al lema de Kant: 'Sapere aude', atrévete a saber. Y atreverse a saber es estar dispuesto a abandonar tu espacio de confort. Pero es que, además, detrás de esto no hay tanto una mera cuestión de ideas cuanto la pura emocionalidad. En los espacios seguros lo que se procura es que la universidad no transmita nada que desequilibre emocionalmente a los alumnos. Eso nos lleva a otra de las características muy negativas de la posmodernidad: el auge de la llamada 'inteligencia emocional', un concepto que ha sido combatido con argumentos científicos muy sólidos. La inteligencia es fundamentalmente razón.

– ¿Fue Ronald Reagan un pionero en el manejo de la posverdad?

– En el libro lo menciono como un gran fabulador. Utilizaba argumentos ficticios que, por decirlos el presidente, parecían veraces. Lo mismo hacía Bush y no digamos Trump. En una entrevista en la que un periodista ponía en evidencia las mentiras de la guerra de Irak, uno de los grandes asesores de la época Bush le respondió que ellos eran un imperio y que, por lo tanto, ellos creaban la realidad. La diferencia es que las referencias de Reagan eran el cine y las novelas de alienígenas, que lo tenían obsesionado, mientras que las de Bush eran los medios tradicionales y las de Trump, las redes sociales. Según el Washington Post, en sus cuatro años de mandato, Trump emitió alrededor de 30.000 mensajes falaces.

– ¿Esa gigantesca repercusión es la gran diferencia de nuestro mundo con respecto al antiguo? En el libro recoge que ya Maquiavelo avisaba que «el que engaña encontrará siempre quien se deje engañar».

– Eso se define como «el sesgo de confirmación»: estamos dispuestos a preferir aquello que, siendo falso, confirma nuestros prejuicios a desmontarlos ante la evidencia de la verdad. Eso es algo que Trump ha utilizado continuamente. La diferencia está en la difusión viral de la mentira.

– Usted rastrea el origen de la posverdad en las teorías de Derrida y de los filósofos relativistas franceses, que germinaron en Estados Unidos. ¿Podemos recuperar el concepto de 'verdad' sin que suene a imposición pseudofascista?

– Sin duda que sí. No solo podemos, sino que debemos. En Estados Unidos ya están saliendo voces muy contundentes en contra. Por ejemplo, el manifiesto en contra de la cultura de la cancelación que se publicó el año pasado en el 'Harper's Magazine', con firmas como las de Noam Chomsky, Philip Roth o Margaret Atwood.

– Algunos grupos de izquierdas respaldan estas corrientes posmodernas que, sin embargo, se encuentran en las antípodas del pensamiento marxista. ¿Cómo se conjuga esta contradicción?

– Yo presto mucha atención a esa diferencia entre el «pensamiento débil» que caracteriza a la modernidad y el «pensamiento fuerte». Los apóstoles de la posmodernidad dicen que lo que la caracteriza es la quiebra de los grandes relatos legitimadores, de las grandes construcciones del pensamiento. El marxismo es pensamiento fuerte puro y duro, que arranca de la Ilustración y del racionalismo del siglo XVIII. Hablo del marxismo como doctrina, sin entrar en las aplicaciones políticas que ha tenido. Pero también hay un postmarxismo que se identifica con filósofos como el argentino Ernesto Laclau, con gran influencia en España en grupos como Podemos. En mi opinión Laclau no es marxista, sino peronista. Lo que hace es destruir principios esenciales de la teoría marxista como la lucha de clases y sustituirla por lo que él llama la «lucha de demandas»: pequeñas reivindicaciones de grupos identitarios. Eso explica muchas cosas de hoy. Ya no se busca la unidad del proletariado, sino la unidad de las lesbianas, de los gitanos, de los gallegos, etc.

– Si hubiera que recomendar una obra clásica para entender el mundo de hoy, ¿prefiere a Orwell o a Huxley?

– A mí la obra que más impresiona de todas esas distopías es la de Orwell. Creo que es una obra poderosísima y visionaria en muchas cosas. Y muy valiente. Orwell era una hombre de izquierdas que se dio cuenta de la distopía a la que podía conducir una tiranía como la de la Unión Soviética. Él se orientó más hacia el POUM, hacia los troskistas, hacia la disidencia. Pero Huxley acertó en lo del 'mundo feliz', en la posdemocracia: regímenes que conservan la carcasa de lo democrático pero que son profundamente reaccionarios y autoritarios. Y eso es lo que hoy vemos con Putin, Maduro, Orban o Bolsonaro. Así que, ante esa pregunta, contestaré a la gallega: me quedó con '1984' (Orwell) y con 'Un mundo feliz' (Huxley).

Esta publicación está relacionada con el tema: ¿Morderse la lengua o libertad de expresión?